FIRMA INVITADA
Componer desde la página en negro
Alberto Bernal es un compositor y artista sonoro con trabajos que se enmarcan cerca del punto de inflexión entre situaciones de concierto y otras disciplinas como la instalación, la performance, la teatralidad o el videoarte. Recientemente ha publicado el libro Fuera de tono, en el que se encuentran reunidas varias de sus reflexiones en torno a la música de nueva creación. En 2022, obtuvo una Beca Leonardo en Música y Ópera, gracias a la cual desarrolló el drama musical contemporáneo iSlave. En octubre, estrenó la ópera de cámara Erlkönig-Archive, inspirada en el poema Der Erlkönig de Goethe. Al volver a contar una historia adaptada, reproducida y parodiada hasta la saciedad, cuyas versiones digitales se multiplican en Internet, el compositor daba ya cuenta de la influencia que ese archivo había tenido en su obra. En esta tribuna, Bernal reflexiona sobre la imposibilidad de crear desde la página en blanco en la era digital.
18 diciembre, 2025
La asunción de que toda creación artística comienza con una página en blanco es un hecho tan exageradamente extendido y caricaturizado, que si tuviéramos que empezar a referenciar las diferentes maneras de cómo esto ha sido expresado a lo largo de los años por artistas, críticos y teóricos en general, llenaríamos varios cientos de páginas. ChatGPT estima que existen unas 150.000 referencias bibliográficas rastreables en torno a ello.
Si bien con matices ligeramente diferentes, casi todas esas afirmaciones vendrían más o menos a decir que el acto creativo comienza siempre desde un vacío dispuesto a ser llenado por el creador, una especie de demiurgo (o de Autor-Dios, según Roland Barthes) cuya labor consiste en construir, engendrar un mundo nuevo desde la nada, en dotar de vida a lo inerte: “componer es construir un mundo […] que comienza desde la ausencia total”, escribía Iannis Xenakis. Desde el terreno de la creación musical, esta ausencia es habitualmente equiparada con el silencio: “Componer es empezar desde el silencio, trazar la primera línea en un espacio de tiempo vacío” (K. Stockhausen).
Hay, por tanto, una equivalencia directa del acto creativo con un proceso aditivo de construcción: en el inicio está el silencio, después ponemos una cosa, después otra, después otra, y así sucesivamente hasta que allí donde no había nada antes acaba emergiendo una nueva obra en el sentido más arquitectónico del término: una edificación que se alza desde un terreno, si no virgen, sí completamente alisado, neutralizado. Sin querer aquí entrar a cuestionar la pertinencia de esta asimilación de lo creativo con lo aditivo en otras épocas que no me ha tocado vivir, sí quiero no obstante formular la pregunta desde el presente: ¿hasta qué punto es aún posible construir una obra nueva desde cero? Una pregunta que, ante su envergadura, nos obliga cuando menos a pensarla desglosadamente: ¿es aún posible construir?, ¿es aún posible lo nuevo? y ¿es aún posible el cero, la virginidad de la página en blanco?
De una manera un tanto simplista (pero pienso que esclarecedora en este contexto), podemos observar la historia de la composición musical en occidente como una progresiva conquista del material sonoro. En el Gregoriano de la primera Edad Media, el recurso compositivo se basaba fundamentalmente en la combinación de alturas, primero monódicamente, poco a poco también polifónicamente. Posteriormente se añadió también el ritmo como posibilidad de creación, primero en forma de modos rítmicos (Ars Antiqua) después de manera más libre (Ars Nova y la notación mensural, que entroncan ya con el Renacimiento). Hacia el Barroco la posibilidad de generar discurso también mediante la armonía estaba ya plenamente asentada, así como mediante el uso deliberado de diferentes sonidos instrumentales. El Clasicismo apuntaló la conquista compositiva de dinámicas y articulaciones. El Romanticismo extendió las texturas y progresiones armónicas hasta unos límites que el siglo XX puso definitivamente patas arriba, dando inicio a una subsiguiente exploración de todo lo que pudiera existir más allá: la atonalidad, la pantonalidad, la conquista del timbre y el ruido como recursos compositivos de pleno derecho (catalizada gracias a la aparición del medio electroacústico) y finalmente el absoluto control de todos los parámetros del sonido (serialismo integral )… Tras todo esto, y a apenas unos días de sobrepasar el primer cuarto del siglo XXI, la posibilidad de seguir conquistando inexploradas materialidades con las que edificar nuevas obras es, sino imposible, cuando menos sumamente complicada. Incluso aún en el caso de que técnicamente nos hallemos ante una nueva materialidad, la inmensa cantidad de materialidades ya producidas en toda esta historia que llevamos a cuestas hace prácticamente imposible que ésta tuviera la más mínima opción de ser percibida como tal, como una verdadera “novedad”. Tal y como escribí en otra ocasión: “ya hemos escuchado todos los sonidos”.
Especialmente en los últimos cincuenta años, este peso de la historia se ha ido haciendo cada vez más y más acuciante, no tanto (que también) por la cantidad de acontecimientos acaecidos en materia de producción cultural, sino sobre todo por sus formas de archivo y omnipresencia, por el que el supuesto carácter de pasado (remoto o reciente) de lo histórico se convierte cada vez más en presente. En la cultura de plataformas, mercantilización de la atención y big data bajo la que vivimos, la historia de la creación musical, lejos de ser algo a lo que voluntariamente podemos acceder, se convierte en una presencia que nos mira y nos interpela cara a cara, que nos rodea en nuestro día a día y que, ciertamente, llena nuestra querida página en blanco, saturando de ruido nuestro añorado silencio. Si a esto le sumamos la inmensa cantidad de todo tipo de microestímulos sonoros y musicales que nos asaltan desde lugares tan dispares como los cientos de pantallas ubicadas por todos los espacios públicos y privados, desde los vídeos y memes que consumimos (devoramos) en nuestros dispositivos hasta los que se cuelan en nuestros electrodomésticos, creo poder afirmar que estamos muy lejos de aquella utopía de un acto creativo que comience desde la nada para dar forma a algo nuevo.
La incorrupta y silenciosa página en blanco se ha convertido hoy día más bien en una superficie completamente negra en la que no caben más inscripciones, y donde cualquier escritura adicional parece estar condenada a la invisibilidad.
Hace ya unos cuantos años, el artista conceptual Douglas Huebler escribió: “El mundo está lleno de objetos, más o menos interesantes. No quiero añadir ninguno más”. Innegablemente, nuestro mundo está lleno de músicas y sonidos, más o menos interesantes, ¿queremos añadir más? El hiperconocido “síndrome del bloqueo de la página en blanco” (E. Bergler) parece resonar aquí en una forma invertida: la aparente imposibilidad de crear desde la página en negro.
Ante una encrucijada similar, pero desde el ámbito de la visión, Miguel Ángel Hernández afirma en un brillante ensayo sobre arte contemporáneo [La so(m)bra de lo real] que “frente al ojo obseso, nos queda la diuresis […] cegar el ojo, quitarle todo lo que hay para ver; o darle demasiado de lo mismo, tanto que necesite vomitar. Llevarlo demasiado lejos o demasiado cerca de las cosas. Anorexia o bulimia”. Si bien vivimos ciertamente una época de predominio de lo visual, no considero que podamos separar ni dividir tan fácilmente los estímulos. La saturación de la visión es, a su vez, tal y como estamos relatando, tanto una saturación de la escucha como de todos los ámbitos sensitivos en general: de nuestra atención. Podemos, por tanto, generalizar aún más esta tesis y asumir estos dos caminos extremos como dos fructíferas posibilidades de salir del bloqueo de la página en negro: llevar al extremo la saturación, o bien vaciarla, en una suerte de paradójica “creación por sustracción”.
Mirando retrospectivamente a mi propia actividad compositiva, ambas estrategias, si bien no las únicas, han sido determinantes en diferentes obras, especialmente en los recientes años pospandémicos que han incrementado aún más esta sensación de “página en negro”. Mi ciclo [voids] es, como su nombre indica, un claro ejemplo de creación por vaciado. Partiendo de diferentes obras de la historia de la música, se genera una nueva significación mediante el borrado y la sustracción de diferentes elementos de su partitura, pudiendo ser tanto interpretadas como tal, como también simplemente expuestas en su forma gráfica:
Alberto Bernal. Extracto de “[voids] L. V. Beethoven – Arietta Op. 111”
En el otro extremo, el recurso de la saturación de materiales puede observarse en diversas obras que parten del llamado “paradigma de archivo”, de la reorganización de materiales preexistentes que pueden alcanzar un grado de multitud y superposición que se convierte en un concepto en sí mismo. Valga como ejemplo mi recientemente estrenada ópera de cámara Erlkönig-Archive, construida mediante la recombinación y superposición de hasta 150 capas procedentes de diferentes musicalizaciones del archiconocido poema Erlkönig (Goethe), de las múltiples interpretaciones de la versión de Schubert y de un sinnúmero de memes que en algún momento acaba derivando en spam, convergiendo todo ello en una especie de elocuente montón de escombros que, tal vez, pueda verse como un reflejo de nuestra época:

Si la página en blanco implicaba un paradigma estético de edificación (construcción, creación de materiales, el vacío como punto cero), componer desde la página en negro pone en juego otros recursos estéticos ciertamente diferentes, y no por ello menos válidos: lo deconstructivo frente a lo edificativo, lo relacional y lo conceptual frente a lo meramente material, lo sustractivo frente a lo aditivo de poner unas cosas encima de otras y, en definitiva, un punto de partida que, lejos de ser un vacío, un cero, es más bien una confrontación con la saturada omnipresencia de estímulos que nos rodea.
