FIRMA INVITADA
La danza como metamorfosis
La creación coreográfica basada en la exploración del cuerpo y de sus posibilidades físicas, la hibridación de lenguajes artísticos y una cuidada puesta en escena son los rasgos característicos de las creaciones de la bailarina, coreógrafa y directora Iratxe Ansa. En 2021, un año después de ganar el Premio Nacional de Danza en la categoría de interpretación, recibió una Beca Leonardo en Creación Literaria y Artes Escénicas para desarrollar el espectáculo Beyond, que creó junto con su marido y compañero artístico Igor Bacovich y que se estrenó en 2022. En esta firma invitada, relata su evolución de bailarina a coreógrafa, y hace un repaso de su carrera internacional, marcada por la fuerza creativa que la impulsaba desde siempre y que transformaba a las personas que trabajaban con ella.
26 junio, 2025
Bailar es recibir constantemente un baño de humildad. Una noche estás flotando en el escenario y al día siguiente, acabada la función, amaneces agarrada a una barra, empezando de nuevo. Tu cuerpo es un nuevo cuerpo cada día. Moldearlo, transformarlo, siempre fue para mí el más dulce de los desafíos.
Ya de pequeña, el movimiento vivía conmigo: era tremendamente física. Como desde niña estaba fascinada por la danza y no paraba de bailar, mis aitas me apuntaron a dantza vasca y, más adelante, al Conservatorio Municipal de San Sebastián. Allí tuve la suerte de coincidir con un londinense que había aterrizado en Donostia tras enamorarse de una mujer vasca. Se trataba del bailarín Peter Brown, marido de la bailarina Águeda Sarasua. Fue él quien habló con mis aitas para aconsejarles, de manera que ellos pudieran entenderlo, que me podían llevar fuera de España para optar a una formación de excelencia en este arte.
Gracias a él y a una beca de la Diputación del Gobierno Vasco, salí de Rentería a los 14 años para estudiar ballet en la John Cranko Schule de Stuttgart y mi vida dio un vuelco. Me encontré de repente en un internado en el que los niños andaban con los pies en dehors –es decir, abiertos hacia fuera–. Me metí de lleno en el mundo del ballet. Muy rápido, completé los dos años de formación. De alguna manera estaba hecha para bailar, mental y físicamente. Como miembro de esa escuela, tuve la oportunidad de bailar en el Stuttgart Ballet y palpé el teatro desde dentro: a diario pude oler el escenario, escuchar la música, anclarme a la barra a las nueve cada mañana. Decidí que haría todo lo posible por pertenecer a ese mundo.
Cuando bailaba era tremendamente creativa: me gustaba improvisar, algo no tan habitual en los bailarines de la época, aunque también era capaz de ejecutar todo lo que me pidieran. Tenía dos vías de trabajo por delante: bailar piezas montadas por coreógrafos ya fallecidos que se transmiten de generación en generación o trabajar con coreógrafos vivos. Por mi inclinación a crear opté por esta segunda vía, que desarrollé en compañías como el Basel Ballet, el Ballet Gulbenkian en Lisboa, la Compañía Nacional de Danza, el Ballet de la Ópera de Lyon y el Nederlands Dans Theatre.
Desde siempre, había coreografiado por necesidad creativa. Sin embargo, nunca había pensado ese rol asociado a mi nombre, a pesar de que a los 20 años hacía piezas que salían al escenario. En parte, se debía a que la imagen del coreógrafo que yo había conocido era la de un hombre: el creador era siempre masculino y la mujer era más bien su musa. A lo largo de mi carrera apenas he trabajado con coreógrafas (Crystal Pite, Maguy Marin y Mathilde de Monnier son las únicas que me vienen a la mente) y cuando me tocaba trabajar con ellas estaba expectante, por el simple hecho de no estar acostumbrada a verlas en ese papel. Fue cuando me convertí en freelance y empecé a trabajar alrededor del mundo cuando fui consciente de que también funcionaba estando en el otro lado.
El tú a tú implica una conversación en la que bailarín y coreógrafo van buscando el movimiento y transformándolo a través del intercambio. En otros continentes que no había conocido antes, junto con mi marido y compañero artístico Igor Bacovich, impartía talleres en los que transformaba y desbloqueaba el movimiento. Cuando veo un cuerpo, entiendo lo que no funciona. Muchas veces se trata de detalles diminutos. Hay muchos elementos que solo se detectan y se entienden con un ojo bien entrenado. En Beijing, en uno de esos talleres, me bautizaron Metamorphosis, por lo que le sucedía a la gente cuando trabajaba conmigo. Me dijeron que les hacía ver cosas que ellos no percibían antes, que les permitían cambiar y evolucionar. Decidí dar ese nombre a la compañía de danza que fundamos cuando regresamos a España.
Con Metamorphosis Dance hemos creado desde 2019 varios espectáculos. Entre ellos tuvo muy buena acogida Al desnudo, un dueto que además de coreografiar, bailamos Igor y yo por primera vez en 2020, en el marco del festival Madrid en Danza. Gracias a este espectáculo, recibí el Premio Nacional de Danza en la categoría de interpretación, lo que sin duda ayudó a que mi nombre resonara más en España.
Hoy es un placer y un honor volver a poner pie en las compañías en las que me forjé como bailarina, pero esta vez con otros zapatos, transmutada en coreógrafa. Aun así, entiendo todos los desafíos que este nuevo rol conlleva. La creación es dura, porque es canalizar lo que tengo que decir en movimiento, tomando decisiones, pero también es disfrutar y experimentar mucho hasta dar en el clavo, para que mi lenguaje coreográfico sea coherente a mi discurso.