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Gastarbeiter. Las posibles historias de mi abuelo

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PACO GÁMEZ

Paco Gámez es dramaturgo, actor, director y docente. Entre sus textos destacan Inquilino (Numancia 9, 2º A), Katana, El suelo que sostiene a Hande, Impunidad, El fin, Lagunas y Niebla. En 2024 recibió una Beca Leonardo en Creación Literaria y Artes Escénicas para escribir Gastarbeiter. En esta obra teatral parte de la figura de su abuelo materno, que se marchó a Alemania para trabajar y acabó viviendo treinta años allí, para explorar temas como la emigración, la familia y las vidas paralelas. A continuación, relata cómo fue el proceso de documentación del proyecto y reflexiona sobre la propia naturaleza de la escritura como ejercicio de memoria y de construcción identitaria.

30 octubre, 2025

Perfil

Paco Gámez

«Pedíamos mano de obra y vinieron personas.»

MAX FRISCH. Escritor, dramaturgo y arquitecto suizo. 1965.

 

Con el paso del tiempo, los antepasados se transforman en abstracciones. Dejan de ser cuerpos concretos y se convierten en un conjunto de imágenes repetidas, frases heredadas, anécdotas gastadas por el uso. Mi abuelo Pepe, por ejemplo, ha quedado reducido a unas pocas definiciones imprecisas: «el que vivió en Alemania», «el vitalista» —bueno, realmente «el juerguista».

En mis recuerdos infantiles aparecen los regalices amargos que traía de muy lejos —imposibles para mi paladar de niño español— y, sobre todo, el desconcierto ante un familiar cercano que solamente nos visitaba unos días al año porque vivía entre nieblas y palabras impronunciables. Esa es la silueta que ha sobrevivido: un hombre bajito, con cierto orgullo en el vestir a pesar de ser un obrero, un padre ausente, unas cuantas fotografías y documentos dispersos.

Muchos escritores recomiendan escribir sobre aquello que uno conoce —Hemingway lo formuló como un mandato, write what you know—, pero escribir también puede ser una manera de descubrir. A veces no escribimos sobre lo que sabemos, sino sobre lo que nos hace falta entender; y entonces la escritura no es un fin, sino un medio. Gastarbeiter nació de esa intuición: entrar en la sombra difusa de mi abuelo, seguir sus pasos, preguntar, investigar… y tal vez comprender algo de él… o de mí.

Este futuro texto empezó a gestarse quizás antes de que yo mismo lo supiera. Cuando uno de mis textos, Inquilino (Numancia 9, 2ºA), fue traducido y representado en Alemania, paseé por Frankfurt con el director del Instituto Cervantes, Ferrán Ferrando, y me pregunté: «¿En qué ciudad de este país vivió mi abuelo?» Ni idea.

Más tarde, continué con Lagunas y Niebla, escrito para un proyecto internacional —junto al Teatro Nacional del Norte de Grecia y el Teatro de la Schaubühne—, liderado por el dramaturgista Martín Valdés Stauber, con quien luego empecé a hablar del término «Gastarbeiter»: «trabajador invitado». La palabra, en su aparente cortesía, encierra una ironía profunda: se invita, pero no se acoge; se recibe una mano de obra, no a una persona.

En esa distancia semántica late toda una época. Alemania parecía reclamarme, y al fondo la figura de mi abuelo empezaba a manifestarse de manera cada vez más tangible.

Esa fue la primera capa del proyecto cuando lo propuse para la Beca Leonardo de la Fundación BBVA: explorar la figura de los Gastarbeiter, los hombres y mujeres que llegaron a Alemania desde Turquía, Italia, Grecia, Yugoslavia, Portugal o España, que en los años sesenta partieron en busca de un futuro mejor. Quería mirar ese pasado con ojos de presente: preguntarme si ha cambiado realmente la situación de los migrantes en Europa, y cómo tratamos nosotros, los españoles, a quienes hoy llegan a nuestro país.

A veces parece que olvidamos que también fuimos emigrantes; que nuestros abuelos tampoco se integraron del todo. El mío hablaba poco alemán y se relacionaba sobre todo con otros españoles.

Pero hablar del pasado familiar siempre abre fisuras. Mi madre, hija del primer matrimonio de mi abuelo, nació el mismo día que murió su madre. Ese acontecimiento —una vida que empieza y otra que termina— marcó su existencia y, de algún modo, la de todos.

Mi abuelo rehízo su vida con otra familia y, aunque mantuvo contacto con mi madre, que se crio con sus abuelos maternos, la distancia fue una forma de silencio. No fue solo un padre ausente; fue un hombre que se fue lejos, obligado por la responsabilidad, buscando trabajar y ofrecer una vida mejor a sus hijos. Mis tíos, del segundo matrimonio, también cargan con su propia versión del abandono. Así, el viaje del Gastarbeiter se vuelve también un viaje emocional: el del padre que se ausenta y, al mismo tiempo, se sacrifica por un hogar reconstruido a distancia.

Entrevisté a mi madre, a mis tíos, a una tía abuela. Cada conversación abría una versión distinta del mismo hombre. Medias verdades, contradicciones, silencios que decían más que cualquier palabra. La memoria familiar apareció entonces como un terreno flexible, lleno de matices y ecos.

¿Fue mi abuela el amor de su vida? ¿Superó su muerte? ¿Huyó del dolor o del país? ¿Fue un exiliado político o un hombre cómplice del régimen? Todo se volvió más incierto cuando, revisando sus cosas, encontré una pequeña cámara de espionaje. A partir de ahí, la historia se abrió al terreno de la sospecha y de la ficción: ¿pudo haber sido un espía?, ¿para quién?, ¿para el gobierno español vigilando a los emigrantes?, ¿para alguna red de antiguos nazis refugiados en España?

Mi investigación se transformó en una dramaturgia de hipótesis. Cada pista generaba una narrativa posible, y cada silencio ofrecía otra versión. Incluso la idea de que hubiera rehecho su vida en Alemania, con otra familia, dio pie a nuevas conjeturas. Una prueba de ADN, hasta donde pude comprobar, no halló descendientes alemanes, pero la imaginación ya se había encendido: ¿y si hay otros primos míos en Düsseldorf? ¿Y si la vida de mi abuelo se multiplicó en otro idioma, en otra casa, en otra historia?

Gracias a la Beca Leonardo, viajé a Düsseldorf, la ciudad donde él vivió. Recorrí las oficinas donde trabajó y los barrios donde se alojó junto a otros españoles. Quedan pocos rastros materiales. Las calles aún conservan esa mezcla de tiempos: los edificios previos a la guerra, de la tradición arquitectónica historicista y neoclásica del siglo XIX y principios del XX, junto a las construcciones levantadas en la posguerra sobre cicatrices y ruinas.

En ese paisaje comprendí que la memoria no se limita a recuperar lo que fue. También se construye con lo que falta, con los huecos, con las ausencias, con lo que ya no está. Recordar, me di cuenta, es aceptar que no todo puede volver a su sitio; aun así, sostenerlo con palabras nos permite mantener algo vivo.

Mi abuelo, en vida, fue un escapista. Y, como todo escapista, no se deja atrapar del todo: ni por la memoria, ni por la investigación, ni siquiera por la ficción. Pero en su huida me deja una lección perdurable: escribir —y hacer teatro— no siempre significa recordar, sino buscar. Y que en esa búsqueda reside quizá la forma más humana de permanecer: no en lo que fue o dejó de ser, sino en cómo nos esforzamos por entenderlo, en cómo conectamos los vacíos con nuestra propia experiencia, en cómo sostenemos en palabras lo que se nos escapa. Esa, creo, es la manera en que algo de nosotros persiste, incluso cuando no podemos abarcarlo completamente.

Y cuando pasen los años, cuando ya no estemos y los que vengan nos recuerden, ¿qué dirán de nosotros? ¿Qué quedará de nuestras alegrías y de nuestros pesares? ¿Seremos solo una idea, un concepto difuso, una foto cuyo lugar y motivo ignoramos?

¿Alguien se interesará alguna vez por quiénes fuimos?

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